Música para un capote

Plaza de la Maestranza. Domingo, 8 de abril de 2012. Lleno de «no hay billetes». Toros de Juan Pedro Domecq de distintas hechuras y remates; huesudo, largo y lavado el 2º, justo de fuerza pero con nobleza y viaje por el derecho; sin poder ninguno y desinflado el 1º; también el 3º se vino abajo; vulgar y mansito el zapato y jabonero 4º; parado de salida el 5º; desfondado el hondo 6º. 

Morante de la Puebla, de negro y pasamanería blanca. Estocada corta atravesada (silencio). En el cuarto, dos pinchazos, otro hondo y varios descabellos. Dos avisos (saludos). 
José María Manzanares, de rioja y oro. Estocada muy contraria en la suerte de recibir que provoca vómito (oreja). En el quinto, gran estocada (saludos desde el tercio). 
Daniel Luque, de rioja y oro. Pinchazo y estocada trasera (saludos). En el sexto, estocada (ovación de despedida). 

Se guardó un minuto de silencio por el 50º aniversario de la muerte de Juan Belmonte. 

No fue un fulgor, sino un estrememecimiento. La honda verónica de Daniel Luque, la onda rondeña de su capote. En sones ordoñistas la geometría mecida. Así de abierto y profundo el lance; el pecho por delante. La Maestranza entera se frotaba los ojos ante la concatenación lenta y redonda. Uno tras otro ganado el paso sobre el albero, y en cada embroque un ole inacabable, un crujido de cimientos, un calambre en las entrañas de los tendidos. Aquellos versos ligados parecían no tener fin y la ola del gentío crecía de abajo arriba, en movimiento invertido al toreo de Daniel de Gerena, que escavaba en la roca primitiva de la génesis de Ronda. La música se arrancó en la media achenelada, cargada la suerte, cuando la plaza eclosionó como el Etna.

Pero antes la lava volcánica de la verónica había barrido el albero. Ni el pasodoble se escuchaba, pues tal era el bramido la afición enloquecida de voces y aspavientos incrédulos. 

La intensidad del episodio sobrevivió como un prodigio. Morante replicó por delantales a favor de obra para desplantarse con un garboso broche. Y Luque, como ya sucedió en Madrid en un sueño lejano, quiso contrarreplicar con el juampedro anunciando el fin del empleo como un ministro de Trabajo. No procedía, pero se trataba de su toro. Tampoco cambió nada, porque la corrida de Juan Pedro Domecq traía la vaciedad de la nada, la bravura extraviada en parajes secos de casta. Dos años de ausencia y un regreso de triste resultado para la buena temporada cuajada en 2011. En épocas del llorado Juan Pedro, de juampedrada se hubiera tildado la vuelta; una piedra en el entrecejo de la ilusión, que había colocado el cartel de «no hay billetes» desde el Sábado de Gloria. Mas la gloria se escapó fugitiva a otros lares. 
A plomo se paró el toro, como una llama trémula sin oxígeno. Luque no pudo más que insistir en vano, atado al recuerdo de sus verónicas, que en otro tiempo darían para una crónica entera, a lo mejor como casi ésta. 

José María Manzanares se siente, más que querido, adorado en Sevilla por los méritos contraídos y acumulados que estallaron en 2011 en una apoteosis y un indulto sin precedentes cercanos. Se protestó con mimo la presencia de un toro huesudo, largo y lavado. Tal vez por la osamenta pesara los 550 kilos de la tablilla. Sus fuerzas no estaban ni en el esqueleto ni en su fondo. El temple del capote de Curro Javier indicó el camino, y esa senda la siguió Manzanares a pies juntillas sobre la mano derecha, en las líneas naturales de la embestida, sin forzar un gramo. Había viaje y nobleza por esa mano a base de trato y tacto, no así por el pitón contrario. Los naturales pasaron por fuera el puente del ajuste.

Pero de nuevo en redondo, y sin solución de continuidad, una rondita de empaque desembocó en un cambio de mano de majestad. José María Manzanares en la suerte de recibir puso su empeño a la hora de matar, y a la tercera intentona por fin el toro se arrancó. La espada se hundió muy contraria; mortal y rojo el vómito. El trofeo correspondió a la liviandad de lo hecho y lo bonito. El peso del toreo de Manzanares llegará con enemigos de mayor rango. Sin duda. Ni para eso dio el parado quinto, con la cuadrilla manzanarista de nuevo soberbia. 

El aroma de Morante se destapó con el jabonero cuarto, un zapato mansito y vulgar. El torero no desesperó, y los medios viajes se acompaban de medios muletazos. Y en ese acompañar aplicaba José Antonio el de La Puebla guía, rumbo a los terrenos de toriles para hacérselo más fácil al juampredro allí. Y alargar lo inalargable colocado estratégicamente. Sin perder la apostura que todo lo envuelve. A pies juntos y al natural, la guinda a la larga obra del Santo Job. Pero la espada no dio paso a más pañuelo que el de los avisos. Y así, sin nada en el alma de los juampedros, murió sin toro y sin tarde, la verónica en el aire. Aquella morantista en los albores, las de Luque portentoso y rondeño, estéril con el hondo último del adiós a la Resurrección esperada. 

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