Me pregunto si las religiones sirven para algo

Peret es hoy la cabeza rapada y la barba perfecta. El cuerpo abundante y la mano ancha apoyada en un bastón de patriarca con el que golpea el suelo con tres toques de autoridad subrayando cuando conviene la llamarada de las palabras. Peret es mucho más que la rumba y es, sobre todo, la rumba catalana con una intuición y un talento que escapa por las costuras del mediodía.

Peret es un gitano legítimo que trae el árbol hembra de las venas regado por tres cuartos de sangre caló. Nació en Los corrales de Mataró, en unas tahúllas con barracas. Hijo de un vendedor ambulante de telas que se afeitaba sin apearse del sombrero mientras cantaba. Le decían el mig amic (el medio amigo). Eran los años del piojo verde, de las ratas como ponis, los días del hambre y el aceite de ricino.

Las horas negras de los gitanos. Las madrugadas de las fogatas. Cuando las tormentas dejaban más agua dentro de las chabolas que en los pantanos. Recuerda la mañana de 1939 en que un avión de combate hizo una pasada por encima del poblado y uno de sus tíos, ante el espanto general, gritó: «¡No pasa nada! No preocuparse. Son de los nuestros». El avión apareció de nuevo un par de minutos más tarde y ametralló al vecindario... «Esas cosas no se olvidan. Y te marcan. Y con los años dejan una conciencia del bien y del mal muy clara», exclama. Peret aprendió a leer mirando cartelones de la calle, preguntando las letras a quien sabía. No recuerda cuándo comenzó a tocar la guitarra. Es un tipo intuitivo, con un sentido de justicia social con la bondad por argumento.

Esta mañana, en el bar Salinas de Mataró, con un tallat y dos de azúcar tiramos por aquí o por allá. El tracatrá de la conversación se pone en marcha y Peret, ese icono que encendió el mundo con rumbas, tira ahora en formato hombre de la calle con su resonancia reflexiva bajo la mirada espesa de un puñado de estudiantes que a media distancia nos contemplan.

- Estoy desconcertado con todo esto que vivimos. No hay humanidad. Los bancos no tienen sentimientos. No hay entrañas... Son los de siempre, los mangantes de siempre los que van a por todas. Ellos son el Gobierno y la ley. Quitan y ponen presidentes a su antojo. Y ya no podemos esperar que venga nadie a solucionarlo. Es atroz.

- ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

- Por la avaricia. Escucha lo que dice la Biblia: «La raíz de todos los males es el amor al dinero». Ésa es la clave.

- Me refería a porqué hemos empezado la charla por la crisis...

- Es lo que importa a la gente. En los 77 años que tengo nunca había asistido a un momento como éste. Y no tengo mucha esperanza en que la cosa vaya a cambiar. Lo del 15-M está bien, vale, pero no creo que tenga la fuerza suficiente. Los que mandan controlan las claves necesarias para que nadie pueda dar la vuelta a las cosas.

- No deja lugar a la esperanza...

- Es que no la hay. Estamos dirigidos por gente muy mala que siempre quiere más. Y yo hay cosas que no acepto. Soy un hombre de garganta estrecha. No trago fácilmente. A veces pienso que si hubiese hecho el servicio militar me habrían matado, porque la autoridad porque sí me subleva. Siempre genera injusticia. Y con las injusticias no puedo.

El Pescaílla hacía rumba flamenca en el barrio de Gràcia y Peret desarrolló la rumba catalana en los dominios de la calle de la Cera, en El Raval de Barcelona. Muchos quisieron ver guerra entre ellos. «Pero de eso nada. Nos llevábamos muy bien. Es más: si el Pesca tenía un problema grande antes me lo contaba a mí que a su familia. Imagínate... Y luego había una diferencia entre nosotros. Él no componía y yo sí».

La rumba catalana comenzó como una bullanguita para bailar, con las palmas de El Toni, de El Huesos, de El Joanet... Aunque Pere Pubill Calaf, gitanito de Mataró del 1935 que debutó en el Teatro Tívoli a los 12 años junto a su hermana Pepita, empezó pronto a desovar ideas contrarias y desacuerdos en algunas de las letras que bailaban las suecas con los brazos en alto por los tugurios de Calella.

- Es cierto que lo que yo hago tiene mucho de festivo, pero también me ha gustado meter en las letras las cosas que no me gustan. Es decir, manifestar un cierto compromiso. Y eso no todo el mundo lo sabe... Cuando empezó la democracia yo voté por que quería democracia. Venía ya harto de la dictadura...

- ¿Y ahora?

- Pues ahora ya no voto. No quiero entrar en el juego del voto en blanco. Eso no vale de nada. La abstención sí que es un gesto fuerte. No voto para no legitimar lo que no me gusta. Este mundo es una mentira, pero uno tiene que buscar de dónde nacen y dónde están las mentiras para que no te engañen... Hay que pensar. Hay que analizar las cosas en contra de los que creen que este planeta es plano.

- ¿Considera que se le ha entendido como músico más allá del éxito?

- Teniendo en cuenta que hay críticos de música que no tienen ni idea, pues no lo sé. Pero siempre he tenido claro que la música es hacer las cosas porque uno quiere. Y yo me he sentido siempre un hombre libre. Veo la injusticia y lo tengo que decir. Y ahí están mis letras... La falsedad no va conmigo. A mí si me dan jabón me están ensuciando. No sé someterme a nadie ni a nada.

- ¿La música lo es todo?

- Bueno, cada vez es más importante para mí, ya ves. Aunque no diría que lo fuese todo. Yo no soy músico ni artista. Debo ser honesto. Músicos son los que saben leer y escribir música. Y es de ellos de quienes yo he aprendido.

La empuñadura del bastón de Peret es una mujer desnuda. Hubo un tiempo en que las discotecas daban el campanazo de cierre con uno de sus temas. Y, a la vez, Manuel Vázquez Montalbán escribía en la revista Triunfo (1969) que la nova cançó no sólo tenía de estandartes a Serrat y a Raimon, sino que la canción que Peret dedicó a su padre, El mig amic, era la mejor del asunto.

No va por la vida con su éxito de gitano ni con llanto de cebolla. Peret es un referente de algo que va más allá de las radios Telefunken de los años 60. Mucho más allá del tururú. Es parte de esa cultura del desmonte que en España significa un modo distinto de modernidad.

En el 82 entró de predicador en la Iglesia Evangelista. Aparcó la música. En la tarima parecía Al Green, aquel gigante del soul que aullaba cosas de la Biblia con las córneas en blanco... Nueve años después, Peret salió por patas.

- Las religiones no sirven para nada. Aunque aprendí algunas cositas de aquella experiencia. Por ejemplo, que el amor es lo primero. Que uno en verdad no es nada. Y que hay que luchar mucho para no ser mala persona.

- ¿Se arrepiente de aquello?

- No me arrepiento tanto de haberme metido en el evangelismo como de haber metido a otros. Yo aprendí de Jesús. Todo lo que hablo ahora es lo que he aprendido de su palabra... Pero cuando salí me fui a pedir perdón a todos a los que se habían convertido por mí.

- ¿Cuáles son sus miedos?

- Pues no sé. No hay que temer a nadie ni a nada. Es más útil tener respeto. En la Biblia se dice que hay que temer a Dios... Pues a mí eso no me gusta. El miedo no trae nada bueno.

Peret se apoya en el bastón y deja la barbilla en el pubis de la dama que le da forma a la empuñadura. Los estudiantes se han pirado. Saben quién es, pero les pilla lejos. El nacionalismo sulfúrico no ha reconocido nunca a Peret, que es un caló estiloso con acento catalán que ha hecho mucho más por este lugar que tanta bandería. Pero ya no se exalta. Él está en su guerrilla. «Los bancos son inhumanos. Una vergüenza». Y cuando cierra los ojos y piensa en su infancia siente aún el calor de las hogueras entre las patas de las mulas. Peret es un moderno raro.

Comentarios

Entradas populares