Los toros desde la barrera son un camelo

Cierra los ojos e intenta seguir a tientas a Ernesto por ese enjambre de andamios polvorientos, zanjas traicioneras, cubos de basura, coches mal aparcados y algún que otro excremento de perro reposando sobre la acera. Ernesto de Gregorio tiene 37 años y dejó de ver el cielo a los nueve. «Lo que más recuerdo es la cantidad de estrellas que se veían en mi pueblo, en Almorox. A Madrid venía para que me miraran los médicos. Aún recuerdo los luminosos, aquellos colores...». Ernesto pasó su infancia en un colegio de la ONCE y aterrizó en Madrid hace 25 años. «Imagínate el contraste, yo que venía de un pueblo de 3.000 habitantes...

Esta ciudad es muy, muy agresiva; está plagada de barreras. ¿Que cómo aprendí a moverme por aquí? Te lo puedes imaginar: a base de golpes y tortazos». «La gente quiere ayudarte, pero a veces te lo ponen aún más difi1. Ven que te la vas a dar y te gritan «iCuidado!», y ahí se quedan, mirando cómo te la pegas». Ernesto sonríe. Sus gafas oscuras imponen una distancia que se va acortando. El calor humano derrite la frialdad del despacho. «Normalmente escribo en la Olivetti, y la gente se queda como alucinada. A mí me parece que no es nada extraordinario». Ernesto es periodista, redactorjefe de la revista «Perfiles». Antes de llegar a las oficinas de la calle del Prado, tuvo que hacer carrera con los cupones. «He vendido en todo Madrid, pero donde mejor me lo pasé fue en Vallecas. Aquel barrio era muy especial. Te plantabas en la esquina y venían las señoras, camino del mercado, a revolverte los cupones como si fueran retales. Te llamaban de todo, desde "cahorro" a "rey mío"».

«Lo de la integración social es un camelo; no me lo creo. Estoy trabajando en una revista de la ONCE después de haberlo intentado en muchos sitios. Superaba las pruebas, pero al final salían con la misma respuesta: "Ya sabes que te va a ser muy difícil"». Son las nueve de la noche y Ernesto emprende el camino de vuelta a casa. Hoy decide no «desenfundar» su bastón plegable y prefiere asir con suavidad el codo de su acompañante, dejarse llevar por la la intuición: la intuición. «Los perros no me gustan; es una atadura». «Eso del sexto sentido es un tópico. Lo que pasa es que desarrollas más los otros. ¿El mido? En esta ciudad es una auténtico coñazo, algo infernal». Ernesto lleva en su mente el trayecto hasta la parada del 31, en la plaza de Santa Cruz. «Ahí, junto al hotel Victoria, hay un charco que llevan ni se sabe de tiempo. ¿Que si cuento los pasos? ¿Te has creído que soy un ordenador?».

Al pasar por la plaza de Santa Ana, Ernesto está a punto de dar un paso en falso. «Esa es otra; mis amigos los chuchos...». Y al llegar a la plaza de Santa Cruz, una cola que ni el cupón de la ONCE. Diez minutos de espera, unos cuantos apretujones y ¡escalones arriba!. El 31 no es precisamente como los autobuses de Nueva York, que se «arrodillan» para ponérselo más fácil a ciegos y a minusválidos. «En esta ciudad se han olvidado de nosotros. Los autobuses están llenos de barreras, en el «metro» no hay ascensores. Antes cogía las lineas 3 y 1, pero las nuevas son todo escaleras». El viaje es todo un suplicio. Entre frenazo y frenazo, Ernesto habla de su afición por la música y el cine, aunque tenga que imaginar las escenas. Unas veces cuenta las paradas, otras le dice al viajero más próximo: «Avíseme en la segunda después del cruzar el río» . Ernesto se baja del autobús, cmza el paseo de Extremadura y camina cuesta abajo hasta encontrar, con mecánica precisión, la esquina de la Calle Caramuel. «¿Qué hora será?» Sus dedos buscan intuitivamente el reloj de pulsera. Levanta el cristal y palpa suavemente la esfera antes de perderse en la oscuridad del portal.

La vida de José Díaz sufrió un terrible bandazo hace cuatro años. José había terminado Derecho, vivía en Logroño y tenía por el delante un futuro prometedor. Aquel accidente de coche estuvo a punto de dejarle en la cuneta. Hace dos años regresó a Madrid. La ciudad que conoció como estudiante era bien distinta desde la silla de ruedas. A José le costó lo suyo, pero al final levantó cabeza: «Hay minusválidos que no lo superan y ni siquiera salen de casa». Su nueva vida le parece ya de lo más normal. «Cuesta aconstumbrarte, pero una vez te haces con la situación no te privas de nada, ni siquiera de la vida nocturna.

Aunque a veces llegas tan cansado a casa, todo el día dándole a los brazos, que te apetece cualquier cosa menos salir». Desde hace unos meses, José comparte su vida con Marta, también minusválida. «Conocerla me ha servido de mucho». «Lo más difícil ha sido encontrar un piso accesible: Estuve buscando en un montón de sitios, pero en todos había alguna pega: que si escaleras en el portal, un ascensor demasiado estrecho... Al final encontré este apartamento, en la calle Orense. Me cuesta un pastón, pero me viene muy bien».

«Del autobús y del metro me he olvidado. Aquí no piensan en nosotros; si no tienes coche en Madrid estás vendido. Lo primero que hice al salir del hospital fue volverme a sacar el carné para poder llevar un coche preparado». José lleva las «llaves» de la ciudad sobre su silla de ruedas, enganchadas a un llavero con forma de pelota de golf. Como cada mañana, José baja desde el piso 13 en un ascensor que le viene como un guante. Ya en el garaje, la silla de ruedas conoce de memoria el camino hasta el coche. José abre la puerta de copiloloto y salta al asiento con la ayuda de sus poderosos brazos. Una vez dentro, desmonta un par de piezas de la silla, la pliega y la deja tirada en el asiento de atrás.

Arranca. Todo lo tiene a mano, desde el acelerador (un pequeño volante supletorio) hasta el freno, una pequeña palanca al lado del limpiaparabrisas. «No he tenido más problemas que los habituales en una ciudad como ésta. Ya sabes, algún toque que otro. Eso sí, la grúa no se corta con mi coche: un día se lo llevaron porque lo dejé junto a las Cortes. No veas qué odisea para recuperarlo». Día de suerte. Un sitio bien cerca de la agencia Servimedia, donde trabaja José. Una pequeña maniobra y izas! aparca a la primera. Lo difícil viene después: el montaje de la silla. Apenas dos vueltas de rueda y aparece la primera zanja. Sin señalizar, por supuesto. Cuesta arriba.

José se apoya en sus largos y fornidos brazos: rara es la pendiente que se le resista. «Tienen una fuerza bestial, te puedes imaginar lo que he tenido que ejercitarlos». Los bordillos de la calle de Fernán Flor son el mejor campo de pruebas para José. La silla de medas sube y baja con envidiable destreza. «No todos pueden hacer esto, pero tal y como está la ciudad hay que aprender de todo». La entrada en Servimedia es toda una carrera de obstáculos: media docena de brillantes escalones de mármol se interponen en el camino. José tiene que avisar por el portero automático: «iQue estoy aquí!». Y alguien baja para echarle una mano.

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