Liv Tyler en Cannes

La nueva película de Bernardo Bertolucci, Belleza robada (Stealing Beauty), se resume en unos pocos y sencillísimos elementos, lejos del gigantismo espectacular de sus producciones internacionales (El último emperador, la única película que ganó todos los Oscar a los que fue nominada: nueve; El cielo protector o El pequeño Buda). Se trata más bien de una comedia moral (casi) sin moral, que cuenta con una delicadeza contagiosa los grandes temas de la vida -desde el nacimiento del amor al drama de la muerte- y es, sobre todo, el largometraje que supone el retorno del realizador (55 años cumplidos el pasado 16 de marzo y desde hace 16 casado con la cineasta Clare Peploe) a Italia. Una especie de nuevo bautismo cinematográfico...

«¿Sabe cuál ha sido el primer comentario que hizo mi padre, Attilio, tras haber visto Belleza robada? -inquiere el realizador-: "Has hecho tu primera película"».

Pregunta.-Un cumplido de doble sentido.

R.-¿Qué quiere decir?, le respondí. ¿Quiere decir que todo lo que hice antes no cuenta para nada? Y el me contestó: "No es eso. Sabes muy bien que me encantan tus películas, pero con ésta se nota el comienzo de una nueva fase".

P.-La impresión de su padre la comparte otra mucha gente.

R.-Eso era lo que quería: volver la página. Hace cuatro años, mientras estaba trabajando en el escenario de Pequeño Buda, en Sabandia, me parecía que Italia se encontraba ante un gran cambio. El movimiento Manos Limpias daba la sensación de estar transformándose en una especie de gran catarsis nacional, un examen de conciencia colectivo. Me parecía que era el momento de volver al país que tan cruelmente se había comportado conmigo. (Su película, El último tango en París, fue condenada a la hoguera por obscenidad, y él, suspendido durante cinco años de sus derechos civiles hasta que, en 1987, una nueva sentencia volvió a permitir la exhibición del filme).

P.- Pero su primer proyecto era hacer la tercera parte de la saga de Novecento.

R.- Sí, pero pronto me desilusioné ante la imposibilidad de aprehender la realidad cotidiana de este país. Además del hecho de que, a pesar de mi idealismo, incluso la esperanza de que Italia pasase página se había desvanecido casi por completo. Por eso, me volví hacia un pequeño episodio del que fui testigo, en Toscana, en casa de unos amigos: la historia de una muchachita que se decía que era virgen.

P.- ¿Qué es lo que más le atrajo en este proyecto?

R.- Hacer una película en la que se encontrasen dos generaciones: los adolescentes o los adolescentes tardíos de hoy y, frente a ellos, le generación de los que tienen, más o menos, mi edad, la generación del mayo del 68. En el centro, una jovencita americana, con la seguridad y la fragilidad típica de su edad e incluso de su país. Un poco las mismas características con las que Henry James describiría el carácter de su Isabel Archer en Retrato de una dama.

P.- Pero esta chiquilla, que en la película se llama Lucy y está interpretada por la veinteañera Liv Tyler, hija de la modelo Bebe Buell y del cantante de Aerosmith, Steve Tyler, tiene características que parecen extraídas de su propia experiencia vital. Por ejemplo, es hija de una poetisa (usted de un poeta) y parece tener una relación conflictiva con los poemas de su madre, como usted mismo siempre ha reconocido tener con la actividad de su propio padre.

R.- Indudablemente, me identifico al menos en una gran parte, casi en la mitad, con el personaje de Lucy. En él he puesto mucho de lo que yo mismo era de joven, con la misma arrogancia un poco inconsciente, con la mismas ganas locas de vivir, con las mismas angustias y las mismas dudas.

P.- Y su otra mitad, ¿con qué personaje se identifica?

R.- Con Alex, el comediante que está muriendo, interpretado por Jeremy Irons, aunque sólo sea por razones de edad. La película es la historia de un viaje iniciático, que no se puede reducir a la pérdida de la virginidad de Lucy. Además de la sexualidad, la chiquilla entra en contacto con la muerte, que es siempre complementaria de la primera, al menos en mis películas.

P.- Pero aquí es afrontada con una nueva sutileza.

R.- He intentado inspirarme en Mozart y en Chéjov, en su capacidad de contar el drama con los tonos de la comedia. Como dramáticas son las opciones que tiene que tomar Lucy: si quiere buscar realmente a su padre, debe enfrentarse con los fantasmas de su madre y afrontar su propia sexualidad. Su historia es la del que va a la búsqueda de sí mismo. Al final, en su mirada, en la sonrisa que exhibe, espero haber transmitido la sensación de alguien que, por fin, se ha encontrado consigo mismo.

P.- Eso que, en cambio, usted parece no haber encontrado en Italia. Aunque está ambientada en Toscana, la película hace pocas referencias a su país, y las que hace son todas negativas: la construcción de un repetidor que estropea el paisaje, la corrupción política, tres prostitutas -dos africanas y una eslava-, presentadas inmediatamente después de que uno de sus personajes diga que Italia es un bello país...

R.- Y dos aviones militares que rompen la quietud de aquella zona para volar hacia Bosnia, y una puntada en el diálogo de Carlo Cecchi, cuando dice que, aquí, ya nadie dialoga, que lo único que hay son monólogos...

P.- ¿Es tan difícil aceptar la realidad italiana?

R.- Digamos mejor que me parece que no entiendo ya nada de Italia. Y no creo que sea el único. Cada día, los comportamientos de las personas parecen contradecirse. Para mí es incluso difícil entender en qué dirección apuntan las personas a las que siempre he dado mi voto. Tras la caída del muro, es realmente cierto que andamos todos a la búsqueda de una nueva identidad.

P.- ¿No hay ningún valor, ningún ideal, en torno al cual conseguir agruparse?

R.- Dentro de nosotros, algunos valores no han desaparecido, pero éste no es el problema. El problema es con lo de fuera, es con el país. No somos capaces de discutir de verdad. Sólo hay dialéctica y estrategia electoral. Pero, en fin, quizás sea porque he estado lejos durante mucho tiempo.

P.- ¿Por eso continúa prefiriendo Londres a Roma para vivir?

R.- Sí. En Londres hay una vitalidad cultural mayor. La gente no se ha cansado de hablar de cine, de literatura, de ir al teatro, de mantener la curiosidad ante las novedades. En Italia se tiene la sensación de que la gente se dedica sólo a los chismes y a las habladurías (y los que trabajan en los periódicos deben saberlo muy bien). Soy consciente de que mi vida es la vida de un privilegiado, pero, en el fondo, ¿por qué voy a privarme de nada? Prefiero vivir entre aquellos que todavía tienen deseos y pasiones para volcarlos sobre la cultura y no sólo sobre la política. Aquí, en Italia, parece que la única persona preocupada por decir algo sobre el superpoder de la televisión es el Papa, cuyas tesis, entre otras cosas, me han recordado uno de los últimos artículos escritos por Pasolini para el Corriere della Sera: cada siete años, hay que suspender durante uno la televisión y cerrar las escuelas para regenerar la mente.

P.- ¿El cine le hace reconciliarse al menos algo más con Italia? ¿Hay algunos cineastas italianos cuyo trabajo estima?

R.- Bellocchio, sin lugar a dudas. Su última película, Le ali della farfalla, ha sido denigrada por la crítica, pero a mí me parece un filme de una enorme belleza estética. También me ha encantado I buchi neri, de Pappi Corsicato, una película que encierra la fascinación y el misterio de los exvotos. Naturalmente, estoy muy unido a Gianni Amelio: ambos estamos enfermos de la misma cinefilia. Además, me gusta el trabajo de Martone y también me parece que La seconda volta, de Calopestri, es una película que, por fin, realiza un discurso serio sobre temas importantes.

P.- ¿Y Nanni Moretti?

R.- Ha optado por el papel de superjuez del cine italiano, del grande e imponente moralista.

P.- A propósito de cinefilia, su amor por el cine es el del que ha seguido la utopía de que el cine pudiese sustituir a la vida, de que las películas pudiesen ser sus verdaderos hijos. ¿Nunca ha sentido nostalgia de hijos de carne y hueso?

R.- Naturalmente que sí. Y durante una época de nuestra vida, Clare y yo lo buscamos. Después, al superar los 50 años, me sentí en paz conmigo mismo.

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