La pubertad y su poso de tristeza

La cucaña es el título general que agrupará las memorias de nuestro puntual notario literario de la posguerra, escritas al menos en su principio- a una edad poco frecuente en los cultivadores del género. C. J. C., tiene, sin duda, toda una vida por delante para mostrarnos los frutos de su sazón creadora. 

En La rosa -primer título de La cucaña, que incluye desde el nacimiento a su primera juventud, el autor nos dice algo al respecto: «Los libros de memorias pueden muy bien, incluso deberían siempre, escribirse sobre la marcha, sin esperar a que la memoria se aje, se pierda o se confunda, sin aguardar tampoco a cumplir esos problemáticos setenta u ochenta años, que nadie sabe si llegaremos a cumplir.» Al acabar la lectura de este primer libro de memorias, el lector goza de una profunda sensación de frescura y lozanía, esas que producen el aliento de la ternura, indudablemente uno de los ingredientes literarios que particularizan la obra del académico. 

Esta muy advertida ternura de La rosa es, quizá, la misma y arrasadora ternura de algunos libros del autor, si bien acariciada por otras blancas espumas de la mar, las que acercan al escritor al mundo particular y entrañable de la familia, a los momentos íntimos que preceden a su realidad como tal. La rosa, preciso y puntual libro de primeros recuerdos, los que arrancan del corazón de la niñez para engarzar con las encontradas soledades de la primera juventud, en la que todo se antoja arenas movedizas, es un libro bien medido, milimetrado en el amoroso cajón de la memoria infantil. Su ternura parte, no hay más que leer de un tirón, de esa misma conciencia de la niñez, de ese débil fulgor de juventud. 

La infancia y la pubertad, por muy brillantes que nos las realcen los oros del tiempo, tienen siempre un amargo poso de tristeza. C. J. C., para su bien, ha sabido trocar la tristeza en ternura y la acidez en suave melancolía. En La rosa vemos cómo el niño tierno, a veces doliente de extraña saudade, va haciéndose hombre, no escritor, que eso ya nos lo contará en sus sucesivas entregas. La ternura a la que se hace referencia, aroma básico del libro, que interesa traer aquí como antecedente inmediato de muchas cosas, queda perfectamente reflejada en la transcripción que tomo de la página 83: «En Iria se murio mi hermana Teresa María, la barcelonesita. A mí, para que no fuese testigo del dolor, me llevaron a casa de unos señores que tenían un hijo de mi edad... A los dos días del entierro de mi hermana me llevaron otra vez a Iria. Hasta una semana después no se me ocurrió preguntar por Teresa María. 

¿Y la nena? La niñera se echó a llorar y no me contestó. No entendí nada y me fui a ver al jardinero...» Libro estremecedor y emocionante, La rosa nos hace comprender cómo la lógica más inflexible adoba ese hirviente caldo de cultivo de los talantes que terminan, indefectiblemente, pintando de dispares y cambiantes colores el fiel retrato de la propia personalidad.

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