Los fuegos artificiales en las fiestas

Porque la cohetería de petardos y lindezas que tú desde abajo admiras por su poderío y gracia, te convierte en mequetrefe y ser bueno, pues sólo cuando te embarga el miedo del más allá, con relámpagos y truenos sobre el ancho firmamento, te acuerdas de Santa Bárbara, que en el cielo queda escrita con papel y agua bendita.

Sordomuda ante el estruendo de pólvora valenciana y estupefacta del eco que su cubata produjo en el músico de viento, la joven contestataria -de Comisiones Obreras porque lo quiso su padre, un sufrido comunista que aún no tiene monumento en la ciudad que enaltece al Angel de Satanás- dimite de dar la vara al trombonista grosero. Y porque cuando hay salud el fracaso se supera, esta joven suburbana privada de redención por el veleidoso ucase de un artista del montón recurre a su anatomía para vencer la apatía. Con lo que poniendo a punto las curvas y redondeces que Dios Todopoderoso sembró magnánimamente en su magnífico chasis, decidida a procurarse un baño de multitudes, pontificia y flamencaza de la tarima desciende. 

Y procurando repare ese músico indolente en la cadencia insolente de su trasero turgente; y encelando a cuantos ojos a su paso se descuelgan de la bóveda tronada para admirar esa grupa de acometida ajustada, regresa junto a su gente garbosa y despampanante oscilando costillares, hombros, muslos, paletilla, caderamen y melena entre el asedio silente, rencoroso y apestado del picador y el cabrero, el de oficina, el manobra, el fontanero, el taxista y el vendedor ambulante, que en la verbena del barrio sobrellevan su existencia cutre, insatisfecha y sandia, derrochando las ganancias obtenidas del salario en el regocijo blanco, municipal y canalla que a mitad del veraneo se organiza cada año.

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