Una caja vacía de galletas Fontaneda

La verdad es que últimamente el verde se ha convertido en un color coñazo. Que si la ilusión óptica de los brotes verdes en economía. 

Que si el verde Betis echado a la calle para pedir la marcha del ditero al que tanto idolatraban las criaturitas. Ahora se nos ha echado encima otro asunto que lleva también su verde oriflama de actualidad. 

Es la disputa contenciosa por una zona verde en los jardines del Prado de San Sebastián, justo donde se construye la biblioteca de la Universidad de Sevilla con diseño futurista de la arquitecta iraquí Zaha Hadid. Digo yo que, con la calor febril, tanto verde coñazo va a provocar la caza indiscriminada del inocente vegetariano. Al tiempo.

El caso es que esta semana el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía ha fallado contra la construcción de la biblioteca por vulnerar una zona reservada al ocio de la muy noble ciudadanía. Se le da así la razón al núcleo de vecinos del número 9 de la calle Diego de Riaño, cuyo portal donde me hallo luce una solitaria placa sobredorada indicando la consulta del Dr. José Cubiles Martínez. Esta vecindad anda a la gresca con el Ayuntamiento. 

Todos pues contra la biblioteca que ya ha provocado un arboricidio que, me suena a mí, más sirve de ecológica excusa para tapar los legítimos intereses vecinales de tener vistas hacia la floresta y no hacia un enorme depósito de cadáveres como van camino de ser los libros. 

Tras el fallo del TSJA han pedido el fin inmediato de las obras. Por contra, los munícipes alegan que los jurisconsultos han invadido sus competencias. Van a apelar el fallo con recurso de casación y dicen que el auto no significa que las obras hayan de paralizarse. Hasta aquí la información de tribunales, que se me ha jamado ya buena parte de la crónica.

Como puedo observar, desde luego las obras siguen con su ritmo de martillo pilón. Desde la calle Diego de Riaño, junto al portal 9 de la discordia, contemplo el paisaje bronco y primigenio de las obras. Vigas. Canalones cilíndricos. Chispas de soldaduras. Andamios de hierro. Camiones de maquinaria de obra pesada. Casetillas de arquitectura portátil. Grúas de Ferrovial de acongojante altura. Obreros con casco y sin casco… 

Esta zona cero está acotada por un largo y monótono panel rectangular que, por dentro y por fuera de los jardines, impide ver cómo marcha la aparatosa obra de Zaha Hadid. Como hay poco que ver, nunca mejor dicho, decido darme una paseata por estos jardines del Prado que antaño fuera quemadero de herejes.

Pese a los siglos, aún quedan restos de chamusquina. En un quiosquete de ladrillo rojo dispuesto para el disfrute ciudadano, veo restos de tizne de alguna fogata gamberra. Los ladrillos están todos pintarrajeados con arabescos de spray y declaraciones de amor de adolescentes hormonales en fase álgida. Leo que un tal Fabio o una tal Estrella (sus nombres están enmarcados por un cursi corazoncito).

Más adelante, me siento en un banco a la sombra. Sobre el asiento de forja hay una botella de agua recalentada con un repugnante color fecal. A los pies tengo una bolsa de plástico del Opencor, una caja vacía de galletas Fontaneda, una cajetilla de Chesterfield y un arrugado anuncio de un curso intensivo de relajación zen. Según parece a esto lo llaman zona verde, la cual se ha salvado de las obras destructoras del medio ambiente por culpa de la odiosa biblioteca. 

Pese al denuedo de los operarios de Parques y Jardines, muchas partes de este supuesto vergel del Prado son sólo un acumuladero de basurillas que con el viento se enganchan en los parterres de arrayanes o flotan como medusas en los estanques cubiertos de florecillas caídas de los árboles. Mire donde mire, siempre hay un papel volandero que ensucia la vista. Pero contra la Sevilla guarra que somos nadie pone ningún recurso en lo contencioso-administrativo.

Como digo, los operarios de jardinería se afanan en la limpieza del entorno. Con sus máquinas sopladoras van formando montículos de florecillas color yema de huevo que alfombran el suelo. El sonido de la sopladora me hace evocar el de la máquina cortacésped de las urbanizaciones con piscina donde estrenábamos los veranos. Pero ahora, escuchándolo mejor, ese mismo sonido quizá se parezca más al de la tala de todos los veranos que fuimos.

En los troncos de los árboles veo que hay pegados con fiso varios anuncios de perros abandonados. Leo uno al azar: «Orión. Rubio, de ojos verdes, guapísimo y joven, buen carácter y sano… ¿Qué más se puede pedir? A pesar de todo, Orión lleva años ya con nosotros y sigue sin encontrar hogar. Por favor, ya le toca salir de una jaula. ¡¡Llévatelo contigo!!».

Salvo en lo rubio, los ojos verdes (otra vez el verde coñazo), la guapura y el buen carácter, el perro Orión se me parece por aquello de la falta de un hogar acogedor y de la jaula desde la que uno ve la vida. 

Ya dijo Gutiérrez Solana en su 'España Negra' que los perros se nos parecen además porque comparten las mismas enfermedades: hipocondría, locura, catarro y mal de orina. ¡Orión, qué mala estrella la tuya y la mía! Mientras pienso en mi desdicha y en la de Orión, una mujer testigo de Jehová me ofrece un panfleto que habla de la «felicidad de leer la Biblia». De pronto escucho y veo cómo brotan los caños de agua en el estanque que tengo enfrente. ¿Alguna señal? La felicidad ha de estar en el Libro de todos los libros. Pero aquí no quieren bibliotecas.

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