Cuando la tortura se convierte en fiesta

Plaza de toros de El Bibio. Viernes, 12 de agosto de 2016. Tercera de feria. Lleno de «no hay billetes». Toros de Salvador Domecq incluido el sobrero lidiado como 4º bis; rematados y bonitos; nobles fundamentalmente con otros matices; faltos de finales; bueno el 1º por el derecho; desfondado el 2º; muy suelto de cara el 3º; con su empleo el 6º.

José Tomás, de verde esperanza y oro. Estocada (petición y saludos). En el cuarto, estocada baja, estocada (oreja y petición de la segunda).
Alejandro Talavante, de malva y oro. Pinchazo y estocada (saludos). En el quinto, media estocada. Aviso (dos orejas). Salió a hombros.
Diego Silveti, de blanco y oro. Pinchazo, pinchazo hondo y estocada atravesada y dos descabellos. Aviso (saludos). En el sexto, dos pinchazos, media, descabello. Aviso (vuelta al ruedo y gran ovación de despedida).

Cuando Diego Silveti se despidó de El Bibio con el abrazo del capote de la Virgen de Guadalupe sobre los hombros, se me agolparon a puñados las nostalgias en los ojos. Seguía la ruta de José Tomás y la del padre Rey David en la memoria. A pie tantas veces por la puta espada para marcar la diferencia. El toreo en las muñecas. En el asiento. El maestro y el discípulo por su senda y Alejandro Talavante a hombros interpretando el papel de toricantano.

José Tomás bautizó a Silveti en una ceremonia sobria. Las monteras caladas, el cariño en la palabra, en el apretón de manos, en el intercambio de trastos. Y la montera al cielo. Diego había sido Silveti puro en las gaoneras de suerte cargada. Sello y temple en la mano derecha del burraquito reservado para la ocasión. Que tuvo su ritmo impreso en la muleta mexicana y encajada de personalidad. Por abajo. Con una madurez pasmosa y un trazo cautivador. 

El sello de un cambio de mano ligado a tres naturales con la bragueta por delante. El empleo de Lisonjero al natural se soltaba por arriba; Diego Silveti lo corrigió y lo cortó. Le dibujó con el reverso de la muleta divinos medios pases por uno y otro lado y como si nada tuviese fin se envalentonó por bernadinas. El sol de atardecer se apagó por el acero inseguro. Yo vi a David partir de la Monumental de todas las monumentales a hombros con once pinchazos a cuestas… Y cuando su hijo se despidió por su paso, envuelto en la Guadalupana, tras las saltilleras arrebatadas, hacerle cosas del tío Alejandro en los péndulos por la espalda al sexto, y el temple de papá, y la dignidad del abuelo Juan, volvió a pesar la idea de que el toreo se escribe con renglones torcidos. La vuelta al ruedo reconoció a los Silveti en Diego, a Diego en los Silveti.

La cosa, el asunto, trataba de José Tomás. Devuelto el cuarto, el toro que llamaba mentirosa a las tablillas, o que aparentaba más de lo que las tablillas habían marcado ayer y anteayer, salió el sobrero de cara abierta con el que JT halló en su izquierda el paraíso. En la suya propia. En esa zurda que se rompe donde las olas, con el peso cargado en la pierna de salida, rota la cintura. Para alcanzar la eternidad JT había mimado al toro en redondo, retrasado el embroque, para hacérselo fácil, como en el saludo alado de delantales en los medios. Hasta que llegó su hora. 

Y, cuando ese momento se produjo, el milagro del toreo se iluminó. Los vuelos traían la embestida por su cauce y no acababan, como los oles sin final. Siete naturales y una trinchera ligados, con el pecho volcado, la armonía destroncada. Si quiero ponerle de más, me voy a quedar de menos. Habían surgido de la nada tres series de acongojante profundidad. La plomada hundida en las arenas de Gijón que son como una playa sin mar y los toros las acusan. Vivir para torear, esperar para vivir, quedarse con la verdad. Así es muy difícil verla. Un gozo, un paraíso.

El toreo, chaval, el toreo, espabila, que esto es. Y cuando te quieras dar cuenta habrá volado de tus manos. Sólo un estúpido error en la estocada bajísima de horror quebró el zumbido, ese rumor de pasiones. La estocada no arregló el fallo, pese a la insistencia de la plaza. ¿Qué premio es esa oreja para tanto? ¿Volatilidad de la piedra? Inamovible, bragado, con el toro del turno anterior de Salvador Domecq, atacado de kilos, desfondado de bravura.

Al conjunto de don Salvador le faltó finales, durabilidad, que no bondad. Alejandro Talavante arreó. Tanto, que en los fuegos artificiales, el arrimón, las telas sueltas sin caída tersa, le arrastraron al triunfo. El desplante, las mil espaldinas, las trescientas manoletinas, el valeroso ardor, el quite por gaoneras, más de la mariposa de Marcial que de Gaona. Una tarde mala de Lalanda le dijeron: «¿Hoy no mariposeas?» Talavante mariposeó con el capote aun queriendo hacer de su talla José Tomás. Esto fue en el quinto. ¡Qué mal enlotada la corrida! ¿O no, Erice? Qué poquita clase para tratar de impedir que Silveti no tuviera su toro de alternativa. Alejandro arreó, muy bien. Pero no quedó nada más que su salida a hombros. Qué tristeza.

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