Scarlett Johansson levanta la chispa

Parece enteramente recubierta de un almíbar deletéreo y aromático, tal vez con su toque de pimienta. 

Con sangre danesa y polaca, nacida en el village neoryorquino, ya en su nombre lleva el germen de su encanto de emigrante, todo el misterio infantil de los personajes de los cuentos de Andersen, toda la dorada fuerza de los vikings de Borges. Hay mujeres que resplandecen cuando te las encuentras en la desolada hora del infame desayuno ciudadano, y su brillo, más que deslumbrarte, te reconforta. Scarlett no necesita una fiesta ni una alfombra roja para convencer, su tirón es más madrugador y revuelto.

En una Navidad familiar, sería la guinda en aguardiente; en la cómoda del dormitorio, un par de mullidos calcetines de mohair nacarado con su roto del dedo gordo; en el bosque encantado, la seta roja y blanca del enanito; en medio de un temporal de nieve, ella sería el reno, las campanillas, el trineo, la manta de pieles y, ¡ay!, el látigo del cochero.


El cochero esta vez es nada menos que ese detector de irresistibles payasas que es Woody Allen. Experto en debutantes sarcásticas, para bien y para mal, se ha topado, diría yo, con la horma de su zapato, incluso se ha topado con ella siendo ya demasiado viejo. De ese decalage de energías ha surgido un chispazo, un restallar de cuero trenzado que no se sabe muy bien a quién va a doblarle la espalda. Mientras tanto, Scarlett aporta al paisaje neoyorquino su voz ronca, su desfachatez funky y esa manera impaciente de balancearse sobre sus zapatillas Converse cuando le preguntan una vez más por el efecto que causa en los hombres. 

Ya que ella esquiva la pregunta, contestaré yo: no sólo de indefensión y, sobre todo, eso. Sí, ellos fluctúan entre encerrarla en un internado para díscolas o llevarla a pasear por un parque frondoso armados de caramelos de violeta. De repente, cuando se está ordenando las tablas de la falda aún colegial, pegando el chicle en la puerta del coche y poniendo cara de ¡vaya rollo!, tira del jersey para abajo y se hace evidente que esta chica es todo escote, morros, carne de redondo. 

Por eso está en su salsa vestida con prendas pequeñas o muy grandes, un recurso cómico chaplinesco que la distancia del sexy obvio de las estrellas de ahora y que nos recuerda a otra gran favorita desternillante de Allen, su compañera de esnobismo intelectual, Diane Keaton. Porque, la verdad, a Scarlett se le nota que ejecuta con pericia sonatas de Schumann, que creció en un ambiente de educada bohemia, que ha leído sus cosas y que, cuando se viste de estrella, es consciente de estar interpretando un papel, con los labios reventones de rouge y el pecho cinchado de paloma. 

Votante de Kerry, amante de la ropa vaquera y los pins, guarda de su paso por el cine independiente una cierta petulancia silenciosa, y su conmovedora aspiración por aprender la hermana con alguien de destino más trágico, Marylin. Son rubias inestables que toman apuntes, forran los libros, se pegan al micro tarareando baladas con los párpados sesgados, vigilan la raya del pelo, y que habrían dado cualquier cosa por que les gustase más hacer pasillo en la Universidad de Berkeley que en la Paramount. Pero, bueno, hay tantas maneras de ser aplicada: siempre está Woody. 

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