Los vídeojuegos provocan epilepsia

Estar muchas horas frente a la pantalla de un ordenador o de un televisor practicando con afán la pasión de los videojuegos puede llegar a producir serios trastornos nerviosos. Eso, al menos, afirman en Estados Unidos y Gran Bretaña, donde aconsejan que los niños no regresen del colegio y se pongan sumisos frente al radiente rectángulo, que se convierte en su único amigo y en la única imagen del mundo válida para ellos. Pueden, aseguran los expertos que han estudiado el fenómeno, perder la noción de la realidad y asumir como tal solamente lo que aparece en la pantalla. 

La alienación es total y permanente ya que se produce en la etapa crucial de la vida de las personas, aquella en la que la receptividad es mayor, lo mismo que el aprendizaje de los modelos de conducta. Algo muy parecido está pasando con la política española, convertida en un videojuego que los ciudadanos contemplamos en la pequeña pantalla, con sus héroes y villanos, sus dragones y princesas y con marcianitos por todas partes. Fácilmente podemos perder, y perdemos, la necesidad real y la función real de la actividad pública y nos dejamos llevar por el cómic de los negocios más o menos fraudulentos, el laberinto de las influencias, la guerra de los espías y las escuchas telefónicas y un largo etcétera que se convierte en el único y verdadero universo de la política para mucha gente. 

La insalubridad mental del hecho es de tal tamaño que puede alterar la base misma del sistema, su credibilidad ante los ciudadanos y la necesidad de que sean las urnas, cada cuatro años, las que impongan el ritmo, la música y los protagonistas. Llevamos unos meses en los que la contemplación fija de los escándalos, que se suceden ante nuestros ojos, no sólo nos hipnotiza y nos cautiva, sin dejarnos casi posibilidad de defensa ante el aluvión de datos y nombres, si no que nos hace olvidar que la política debe tener unas reglas morales y éticas, como cualquier otra profesión, y que la existencia de villanos sólo hace que destaque más la mayoría virtuosa. Los partidos sufren una especie de epilepsia contagiosa que trastorna su función y su funcionamiento. 

Se deja al gobierno en la soledad de su oficio, lo realiza mejor o peor, con el único control de las débiles asociaciones ciudadanas y la oposición sesgada de los sindicatos, mientras que la censura o el elogio político por el estado de la pesca, la influencia económica de la unidad alemana, el abultado déficit comercial o el diario caos del tráfico en las grandes ciudades se convierte en un simple barrido electrónico que cruza invisible por nuestra pantalla. El gran riesgo es que los ciudadanos se olviden de la política, por ignorancia, por desprecio o por cansancio, tal y como pueden perseguir algunos amantes de la opinión unidimensional.

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