Concejales vendiendo materiales de construcción

Para definir cómo ha sido el crecimiento urbanístico de las islas en los últimos años, hay un símil que viene como anillo al dedo: el sistema del «chaletero».

Llamamos tal cosa, como es bien sabido, a aquel ciudadano que, con escasas posibilidades, aunque con tanto derecho como cualquier otro a disfrutar de una casita en el campo, adquiría varios quartons, empezaba construyendo, los fines de semana, una caseta de aperos -de cuarenta metros, con cocina y chimenea, y un excusat adosado al exterior y alicatado hasta el techo- sin licencia, por supuesto, y con el correspondiente ayuntamiento haciendo la vista gorda porque incluso algún concejal le vendía el material de construcción. La caseta, con el tiempo, acababa siendo una especie de chalé de más de doscientos metros y con electricidad, que ésta es otra; un chalé merecedor de salir en las mejores revistas de arquitectura como ejemplo, de mal gusto y desastre sin paliativos, claro está.


Todo consistía en añadir a la casita de aperos ora una habitación, ora otra para la suegra, después dos baños, más adelante una terraza cubierta, y así. Y para rematar, un buen garaje y una piscina -«au!, y que te habías pensado»-, con agua de un pozo igualmente ilegal. Y a vivir, que son dos días; pero, mientras, a sembrar tomates, mallorquines que son los mejores del mundo. Bodrios así, los hay a miles, incluso formando urbanizaciones ilegales y clandestinas, muchas de ellas en zona rústica.

Sin contar todo lo ilegal que sobre nuestro suelo ha ido surgiendo como por arte de magia -viva la disciplina urbanística- está luego lo legal, que en ocasiones es aún peor; porque con lo legal, que si quieres arroz, pues taza y media. Los ayuntamientos han ido durante años aprobando planes de ordenación monstruosos que, de desarrollarse todos según lo previsto, darían lugar a una población, según han descubierto luego para pasmo universal, de cuatro millones de personas. O sea, Hong Kong. Todo esto ha sucedido, claro está, porque buena parte de nuestra clase política -que, cuando se repartió la inteligencia, debía de estar en la cola del urinario- actuaba con el territorio de las islas como el «chaletero» en su solar: permitiendo un crecimiento desaforado, pero careciendo al tiempo de un plan general. Es decir, sin un instrumento como las DOT, o algo por el estilo, que ordenase todo el conjunto, el territorio de las islas.

Al filo de los dieciséis años de autogobierno, parece que, si no hay algún descalabro de última hora, podrá contarse finalmente con unas directrices de ordenación territorial que, bien que mal, encauzarán el crecimiento en el futuro, y esto, cuando menos, es tanto como si por fin hubiéramos cobrado el sentido común para dejar finalmente de hacer disparates. Como paso adelante, no está mal.

Podrá argumentarse, ya lo están haciendo, que si las DOT tal o cual cosa; que si constituyen una normativa urbanística más que un instrumento de ordenación del territorio, o que deberían haber sido mucho más restrictivas de lo que resultan ser. Todo ello puede ser cierto, doctores tiene la iglesia, y podemos discutirlo, aunque lo que resulta incuestionable es que menos da una piedra, y que a partir de las DOT, de una vez por todas, comenzará a saberse en estas islas dónde hay que poner cada cosa y cuál puede ser su tamaño -según las posibilidades de un territorio que, como he dejado escrito, es no sólo un bien escaso sino también nuestro único activo de futuro- lo cual no es poca cosa.

Si consideramos las DOT como un punto de partida absolutamente necesario, aunque perfeccionable con el tiempo como cualquier normativa, valoraremos que estamos dando un paso más importante de lo que parece. Lástima que, como tantas cosas, se estén haciendo dándose con los talones en el trasero.

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