Cine culto y de culto

Hace tres años un desconocido realizador norteamericano con credenciales de cortometrajista underground deslumbraba a la cinefilia más escéptica con una película extraña y renovadora, hiperdura y cercana a la épica, vitalista a pesar de la sordidez que rodeaba a sus protagonistas. Drugstore cowboy era un western ambientado en el mundo actual, con la diferencia de que sus personajes en vez de asaltar bancos a lomos de un caballo, robaban drogas en farmacias y hospitales. 

El desesperado vagabundeo de esa pandilla de yonquis estaba narrado con un ritmo, una complejidad y un poder de sugerencia que escasean en el cine moderno. Con estas referencias todo hacía presagiar que la siguiente entrega de Gus van Sant supondría otra bofetada de adrenalina a las sensaciones del espectador.

Mi Idaho particular reúne con sentido del cálculo todos los ingredientes para acceder al museo del cine culto y de «culto», del malditismo, del nihilismo más prestigioso.

A mí, me deja moderadamente frío. Van Sant evidencia buen gusto literario al pretender trasladar el desconsuelo de Falstaff al ser repudiado y abandonado por el ingrato príncipe que fue su amigo, al universo de los chaperos de Portland, pero su arriesgada adaptación está más cerca de lo grotesco que de lo sublime. La apertura tiene vocación transgresora, pero a estas alturas sólo escandalizará a los guardianes acorazados de los conceptos más retrógados de la moral. En ella, una especie de camionero soez y desdentado le succiona vorazmente el glande a un crío con pinta de querubín despistado y místico. 

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