Nuestros sueños juveniles

No me resigno. Quise transformar el mundo. Es el único modo en el que aprendí a vivir. No hay mundo ahora que pueda decirse transformable. ¿Existe siquiera un mundo? No queda nada, absolutamente nada, que hacer. Tentación retórica acaso. Y, sin embargo... Sin embargo, rueda en la memoria el doble bucle de Yukio Mishima, parodiando en su muerte la hermosa ficción literaria de la pueril parodia de un bello referente legendario.

«Caballos desbocados», simulación penosa -años treinta del siglo XX- de una tragedia verdadera del siglo XVII. La batalla por la muerte bella, que, en occidente, es insoslayable herencia homérica. Me pregunto dónde está lo épico. Lo ético, por tanto. Si en la aventura majestuosa de los samurais del imperio, lanzados a la muerte en un combate litúrgico y grandioso. Si en la penosísima copia chapucera que un grupo de adolescentes trata de realizar de ella, en vísperas de la segunda guerra mundial, en el texto de Mishima... 

O si en la copia del relato de la copia: el escritor parodiando pobremente a sus propios personajes, haciéndose el sepuku con tosquedad de carnicero, rodeado de jóvenes fascistas estupidificados o atónitos. Del otro lado, los soldados, que no han entendido ni palabra de la arenga mishimiana, gastan bromas cuarteleras sobre el chusco proceder de la banda de niñatos que acaba de atrapar al cretino del coronel en su propio despacho... ¿Qué es lo que hay que hacer ahora? ¿Queda algo que hacer, cuando el mundo se ha esfumado? Tentación en el aire del tiempo: imagen del Kyo de André Malraux. De «La condición humana», tal vez nos haya quedado sólo su gesto de individual terrorismo suicida. Katow, el legendario comisario kominterniano, al que Malraux dotase de la infinita generosidad de saber incluso renunciar a la propia muerte en beneficio de la del compañero aterrorizado, Katow ha sido enterrado en Berlín, bajo el muro. 

Todos nuestros sueños juveniles, reducidos a la nada en este abrir de ojos. ¿Y si el muro hubiera sido, al fin, nuestra metáfora? Identidad escindida. Yo no viví los tiempos de la gran fe en el sentido de la historia. Pertenezco a una generación que supo siempre, en lo más inconfesado de su imaginación, no querer vivir así, como decía que era preciso vivir para alcanzar el consuelo beatífico de las concepciones proletarias. Siempre cabalgando el muro, replegados silenciosos, en la noche, hacia la linea zigzagueante del wilde side urbano. Del otro lado de nuestro innominable paredón: fortaleza obrera, desertada ya por todo. Y Grace Slick cantaba «Schyzoforest love suite». Dos cabezas en tu cuerpo y un espejo en tu alma. Dos nadas enfrentadas. Sólo el muro es real. Sólo el espejo.

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