La música de la verbena
Con ser gruesa tal hazaña -disculpable en quien transita el Madrid canicular suplicando agua del grifo- lo más gordo viene ahora, porque después de apurar hasta las heces el casi sin pararse a respirar, el profesional del son en su escabel permanece clavado de la impresión, con ojos de desvarío devuelve a la jovencita el vacío recipiente, y mientras sudor helado sale de todos sus poros en esta noche de estío, el líquido trasegado fermenta en gas revoltoso en la magma de su estómago, sube por tráquea y esófago y horadando la garganta por su boca se desliza inflándole los carrillos como al que anuncia Netol; y cuando parece a punto de complacer la demanda de su amiga la roquera, posponiendo el pasodoble hasta las calendas griegas y atacando el ritmo macho del rock norteamericano, este esclavo de las fusas se deja de zarandajas, desarruga el entrecejo que enfurece su semblante, reitera silbando eses: «Esta es la definitiva» y mandando a hacer puñetas las reglas de urbanidad, sin acogerse a sagrado, al Dios que reina en los cielos y a su Santa Madre Iglesia, en vez de lanzar al aire esa armonía de esferas con que Beethoven y Mozart embelesan el oído, da la espalda al pentagrama y eructa con reciedumbre y severidad grandiosas.
Más firme que don Tancredo al ataque del morlaco el músico de verbena resiste el tantarantán de su cavidad torácica y cuando el postrer aliento se evade de sus pulmones y en la atmósfera se funde con los miles de regüeldos que la sucia especie humana exhala cada segundo -obscena reminiscencia de su barbarie ancestral, más ancho que Sancho Panza se relaja a lo divino y comunica a la joven: «Cuando el amante del baile sosegado y apretado se desmarque de la pista porque a la piltra se oriente, os daremos el gustazo de tocar las sinfonías del más crudo roquerío».
Y su compromiso sella y la polémica zanja con arpegio floreado de su instrumento de viento. No ha terminado el acorde, cuando coincidentemente la verbena queda a oscuras y estalla la resonancia del fabuloso castillo de fuegos artificiales. ¿Quién no habrá de conmoverse? Callen los conversadores, reposen los magreadores, aquiétense bailarines, feriantes y paseantes, alcen los ojos bebés, niñeras y acompañantes, preescolares y egebés, que finalice la orquesta su acompasado bullicio, que los jóvenes suspendan su relación con el vicio y que tanto el pensionista como el parado o patricio, sin perder su sano juicio, examinen el portento expuesto a su beneficio: iLlegó el momento propicio de que la noche se rompa con las luces y el contento de los fuegos de artificio! Ante el gentil festival de fogatas de fogueo, y al ver que el cielo es la hostia de bonito que lo adornan los colores de esas flores rutilantes y sonoras, no hay ser humano en la tierra que en ese trance rechace agarrar la mano tibia, sudorosa y entrañable de su hermano de fatigas, sea pariente o pareja, para olvidar los rencores, disgustos y humillaciones que nos ofrece la vida y sentirse menos solo, más solidario y unido en lo que nos sobrepasa.
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