Don't Worry Be Happy

Según cuenta Milan Kundera, Goethe pasaba largas horas en su terraza contemplando Mercurio con el catalejo. Un siglo después, Palomar, el hijo novelesco de Italo Calvino, también convierte su terraza en un observatorio para ver las moles majestuosas de Marte, Saturno y Júpiter. «Si los cuerpos celestes están cargados de incertidumbre -reflexiona Palomar en voz alta- no queda sino fiarse de la oscuridad». 


Pero llegan los americanos y disparan contra la oscuridad. Frente al hijo de las Luces, un alud sin límites; frente al viejo telescopio, el ordenador última generación. Gracias a la cibernética, aseguran estos mormones con suprema fe protestante, se puede escudriñar el universo y descubrir los agujeros negros y las enanas blancas (no crean que es un ripio: hay enanas marrones). 

Por ejemplo, el telescopio Hubble. Por sólo 200.000 millones de pesetas nos aclararemos, de una puñetera vez, sobre el quiénes somos, adónde vamos y a tí te encontré en la calle. Y de paso acabaremos con las explicaciones científicas de este moderno hijo de Copérnico, Stephen Hawkins que, con el cuerpo que tiene, el pobrecillo, no puede salir en televisión. Pero resulta que a los pocos días de su lanzamiento el Hubble empieza a fallar. Las computadoras tienen pér dida de memoria y los espejos aberraciones esféricas que impiden obtener imágenes nítidas. O sea que el telescopio cibernético está miope, chochea y necesita un urgente encefalograma. Tanta tecnología y tanta leche y los de la NASA andan de rebajas como El Corte Inglés. Para ver la luna me temo que deberemos volver a Méliés y a la imaginación. 

Porque lo de salir a la terraza como Goethe y Palomar se está volviendo problemático. Desde la mía sólo veo antenas de televisión y el fragor lumínico del BBV, el banco amigo.

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