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El respeto a Beckett, ese fuego sagrado que alienta en muchos corazones por la obra del irlandés genial, atemperó ayer en el María Guerrero explicables impaciencias. Impaciencia y disconformidad emergían del patio de butacas con un pudor resabiado de quien teme que lo tomen por lo que no es. ¿Pensará el vecino que repudio a Beckett si repudio la imagen que de Beckett estoy viendo? ¿Creerá acaso, si execro ese aire de catafalco del escenario, que execro ciertas lúgubres resonancias del universo beckettiano? Disconformidad y tedio.



Y si algo no puede producir el teatro de Beckett es tedio. Irritación, rechazo, incomprensión, abominación incluso; pero tedio nunca. Por lo tanto habrá que achacar este estado de ánimo generalizado a la dirección de Alvaro del Amo, cuya pureza de teórico e intelectual ha laminado el hirsuto nihilismo de Beckett. Con el aristado lirismo del irlandés, con el brumoso oleaje de sus sombrías iluminaciones, Alvaro del Amo ha conseguido en mi opinión, lo desnaturaliza: indiferencia. Podrá argumentarse que eso no es una categoría estética.

Puede. Pero puede también que sí lo sea, cuando es una consecuencia espúrea, ajena a los orígenes de que parte. El posible hermetismo de un discurso fragmentado y la eclosión de su lenguaje escénico quedan convertidos en palabrería despojada. Con leves toques de luces, el despojamiento con que Alvaro del Amo ha querido presentar estos cuatro monólogos se asemeja a una sesión de teatro leído. O, peor aún, radiado. Fiel a su idea de que el teatro es literatura hablada, Alvaro del Amo ha puesto a hablar a sus actores y no estoy muy seguro de que hablen bien.

O, al menos, no estoy muy seguro de que Marisa Paredes y Joaquín Hinojosa, ajusten sus voces al espíritu y a la letra de los textos de Beckett. Estos textos, en ocasiones, más bien parecen apuntes, sugerencias, guiones para una imagen o sucesión de imágenes. Recitarlos tal cual, exagerar, a veces, la inflexión dramática de la voz, o robotizarla, (M. Paredes) o adoptar un frío tono monocorde (J. Hinojosa) es un acto de impiedad con Beckett. Hubiera sido mejor aceptar las ricas acotaciones del original y exprimir todas sus posibilidades escénicas. Consciente o inconscientemente, el público del María Guerrero se inventó una educada fórmula reprobatoria: la tos bronca o el discreto carraspeo entre cuadro y cuadro. Los intencionados suspiros liberadores cuando se hacía el oscuro, fueron sustituidos, cortesmente, al final, con aplausos y algún que otro bravo.

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