Cuerpo a tierra
Durante centurias, el ordenamiento jurídico internacional se limitaba, en lo geográfico, al marco europeo, y en lo político se vinculaba a la defensa de los intereses de los más fuertes y a la reglamentación de toda una larga serie de conflictos, incluidos los armados. La guerra era el supremo recurso. Era el reflejo de un mundo hobbesiano en una sociedad internacional, no comunitaria, donde primaba la razón del más fuerte. Se afirma, atinadamente, que en el ámbito societario interno, reducido, los fenómenos sociales se anticipan a la creación y al desarrollo de las normas jurídicas que intentan encauzar los comportamientos.
En el órden internacional, por el contrario, el proceso tiene un sentido inverso. El derecho internacional contemporáneo intenta denodadamente transformar desde arriba, desde los pactos generados con vocación universal, las pautas de actuación individualizadas de los Estados. Ciertamente, este proceso de sentido tan anómalo, es frecuentemente de una lentitud exasperante y, sobre todo, de un ritmo muy variable y vacilante.
En estos días, la acción militar norteamericana en Panamá y la represión ejercida por Ceaucescu sobre el pueblo rumano, han puesto sobre , el tapete algo que debería estar ya fuera de todo debate: el deber de no intervención en los asuntos internos. El camino que condujo a la proclamación de tal principio no fue fácil. En el siglo pasado, se produjeron numerosas intervenciones, unas llamadas de humanidad y otras de carácter financiero. En última instancia, se trataba de pulverizar el principio intangible de la soberanía nacional.
La práctica demostraba que las intervenciones de humanidad se ejercían sobre aquellos países en decadencia a los que la aplicación de esta tutela no solicitada limitaba aún más su ya reducida personalidad internacional.
El pretendido humanitarismo consistía en la defensa y en el mantenimiento de sistemas autocráticos amenazados por frondas revolucionarias. Las segundas intervenciones, las financieras, perseguían el cobro de las deudas mediante las armas.Sin embargo, la fuente más generalmente invocada en la práctica del intervencionismo contemporáneo es la Doctrina Monroe (1823); reflexión de doble uso que comenzó como plataforma anticolonialista para concluir, andando raudo el tiempo, en mecanismo justificador del intervencionismo norteamericano en su hemisferio. Paso a paso, doctrina a doctrina, de T. Roosevelt a G. Bush, Washington se autoconfiere el papel de gendarme y se predica como el adalid de un modelo democrático que hunde sus raíces en el Destino Manifiesto.En la actualidad, se han cruzado los caminos de un nuevo derecho internacional que busca la constitución de una sociedad internacional más libre y más justa con la práctica tozuda por las grandes potencias de la violencia y de la fuerza. La Carta de las Naciones Unidas es tajante en su condena de todo acto de injerencia de los asuntos internos de otro país, caracterizando como agresor al Estado que incurre en este género de comportamiento.
Hoy en día, uno de los principios nucleares del derecho internacional es «la obligación de no intervenir en los asuntos que sean de la jurisdicción interna de los Estados».Parece, pues, claro que el intervencionismo es una triste prerrogativa de los fuertes, de las grandes potencias. Que aún estamos muy lejos del ideal de una sociedad internacional democrática e igualitaria.
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