Imprescindible buena presencia para conseguir trabajo

Uno se imagina a la «buscadora» de empleo, cansada ya la vista de recorrer la letra pequeña de los anuncios breves, rehaciendo por enésima vez un currículum lleno de estudios técnicos, de experiencia empresarial y de bilingüismo. Uno se la imagina preparando la cita con el jefe de personal, organizando una sesión de peluquería y manicura, una ligera compra de maquillaje, la plancha minuciosa del traje de chaqueta y la blusa con hombreras, y la difícil elección de un par de zapatos «salón». Con aguda perspicacia, habrá adivinado que el aspecto de las damas mundanas y de las finanzas, definido por las revistas del corazón, concentradas como están en dar buena fe de las «elegantes» nuevas ricas y famosas, es listón ejemplar de «buena presencia».

Habrá observado además que existe una sólida relación de mutua complacencia entre la masculinidad dominante de las multinacionales y el exceso decorativo -símbolo de sumisa femineidad- de las damas citadas. La asociación de imágenes, que para ello está el bombardeo consumista, y, sobre todo, el temor al rechazo del jefe que no ha sido visualmente conquistado, hacen que las normas de la «buena presencia» sigan siendo intocables, y por lo demás ridículas. Es sabido de todos que las grandes multinacionales y la banca exigen a sus altos directivos, en beneficio de una supuesta imagen de seriedad, respeto y jerarquía, el porte de un traje completo.


Quizás, los asesores de imagen hayan verificado estadísticamente que un traje oscuro y un toque de gomina cierran con más ceros una negociación de alto nivel. Curiosamente, otros negocios muy diferentes se pactan con disfraz idéntico, el de los gángsters y los mafiosos. En cualquier caso, el dominio del hombre, cercano a veces al machismo, es más que patente en la definición tradicional de la buena presencia. Las chicas de la banca, de la bolsa, de la política o de la gran empresa, tanto secretarias como ejecutivas, tiene expresamente prohibido el uso de pantalones para trabajar.

¿Acaso es una forma deliberada de aclarar que el poder se define de cintura para abajo? ¿O es que las chicas piensan que enseñando un poco de pierna obtendrán mayores beneficios profesionales?. La «buena presencia» de la mayoría de estas mujeres se asemeja patéticamente a la de sus modelos tomados de la prensa del corazón y de las teleseries norteamericanas.

No es extraño encontrar en la secretaria del director un circunspecto parecido con una heroína de «Dinastía», o con una cortesana local, o con la magnate propietaria de la empresa donde trabaja. Un pacto silencioso y sumiso con la imagen popular del éxito le hace asumir que esto es lo que gusta a los hombres de la patronal, que son los que definen los cánones de la buena presencia. Pobres secretarias, que a duras penas pueden coger un informe del estante, porque la hombrera les impide levantar el brazo, y la falda corta y estrecha, subirse a un taburete. Pobres recepcionistas, que durante ocho horas permanecen sentadas con las piernas prietas y cruzadas y con la piel irritada por los maquillajes superpuestos y la bisutería de peso. Pobres mecanógrafas que por la noche sufren dolor de espalda porque el cinturón apretaba demasiado y los tacones obligaban a doblar excesivamente las rodillas, además de haber mantenido una postura digna en beneficio de un escote calculado y de una manicura siempre en peligro.

Pobres ejecutivas, que no acaban de ser ellas mismas, por travestirse de azafata, monja, malvada y sexy especuladora. Pobres todas, que participan así de una conspiración tramada por el poder (masculino), en detrimento de una libre y personal expresión de la buena presencia laboral, que, en definitiva, debería referirse plenamente a la comodidad y a la elegancia.

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