La ostentación y el postureo comiendo marisco

Todos los políticos son alérgicos al marisco. En público y durante su permanencia en el cargo, claro. José Rodríguez de la Borbolla, ex presidente de la Junta de Andalucía, puede ilustrar la aseveración inicial con el calvario que le supuso una recepción de la Consejería de Agricultura y Pesca a bordo de un bateau mouche de París en la que había langostinos de Sanlúcar para deleite de los invitados. Aquello marcó su presidencia de modo imborrable. 

Más cercano en el tiempo, Zapatero dio muestras de sagacidad cuando ignoró una apetecible fuente de langostinos en un restaurante de Sanlúcar en agosto de 2007 y prefirió picotear de las tortillitas de humildes camarones. ¿Alergia al marisco? Más bien, alergia a la foto.

En una cosa tiene razón Antonio Rodrigo Torrijos, cuya foto ante una suculenta bandeja de mariscos en un restaurante de Bruselas en abril de 2008 ha desatado una controversia formidable en la ciudad. Los comunistas tienen todo el derecho del mundo a comer marisco. Faltaría más. Nadie está obligado, por sus ideas salvo que se sea vegetariano, a abjurar de un alimento con tantas propiedades y tan gustoso al paladar.

No hace falta leer al antropólogo Marvin Harris para coincidir con él en que es bueno para comer lo que es bueno para pensar. Y, en el caso de los políticos, es mejor pensar que no les gusta el marisco antes que fotografiarse con la mirada chispeante ante una fuente de tan suculento manjar.

Porque no valen las argumentaciones tramposas que ha esgrimido Torrijos de que cuando uno va a una feria de marisco tiene que degustarlo obligatoriamente o de que no se puede despreciar las gambas que cualquiera ofrece en un plato nada más llegar a su caseta en la Feria de Abril.

No, porque lo que está delante de Torrijos en la instantánea no es marisco, sino todo un símbolo. Y es en el plano simbólico (semiótico por seguir la estela de pensamiento de los 70 que hoy nos alumbra) donde se disputa esta singular batalla ante los ojos de la opinión pública.

Siguiendo este carácter simbólico de la foto, poco importa que la factura la abonara Mercasevilla o los mayoristas, puesto que Torrijos no hizo ademán de pagar, según confesión propia. Es lo de menos. Lo de más es la pose de compadreo, la mirada encandilada tras la proverbial fuente de mariscos por compartir, la pinta de cerveza en la mano y la servilleta negra al cuello. No es ni más ni menos que la actualización -bien sofisticada, por cierto- del mito de la comilona inscrito en el imaginario colectivo desde los tiempos de cerveza y gambas en Baturone los viernes con la paga recién cobrada en el bolsillo.

Lo que no se ve en la foto, pero es fácil intuir en las expresiones de los dos compañeros de mesa, es la consideración de que estaban culminando una arrojada incursión transgresora en los usos y costumbres de los plutócratas: a la fuente de marisco sólo le falta un pabellón rojo coronándola con el mismo valor icónico que el de los marines hincando la bandera de EEUU en Iwo Jima. ¡Aquí estamos dos comunistas comiendo lo mismo que ellos!, parecen decir con sus gestos divertidos.

Porque todo parte de ese imperdonable error de cálculo en un político de la experiencia de Torrijos. No es lo mismo dejarse fotografiar con todo el grupo, que centrando la imagen sólo en tres comensales; y no es lo mismo posar ante la mesa con el marisco detrás sin darle mayor importancia, que hacerlo con una sonrisa de oreja a oreja como la que Escobar le pintaba a Carpanta.

Es la ostentación lo peor de la imagen, y Torrijos lo sabe. Cree que aludiendo al orgullo de clase de comer como los ricos logrará poner de su lado a la militancia, pero ignora o prefiere hacer como que ignora que es esa ostentación (ay, la servilletita al cuello, el amago de brindis) lo más imperdonable de la fotografía. No es el marisco lo que rechina en la instantánea, sino el alarde de los dos comensales de francachela (el tercero se asoma más bien resignado a la escena).

A ese error de cálculo inicial le siguió el error de colgar la instantánea en su blog particular con la intención de neutralizar la publicación por parte de un periódico local. Lo que consiguió fue justo el efecto contrario: no sólo desbarató el scoop (la primicia), sino que facilitó su uso y redifusión a cuantos medios de comunicación quisieron hacerse eco. Lo que con tanto ahínco había buscado un competidor, estaba ahora en manos (y en boca) de todos sin apenas esfuerzo. Sin ese post en el blog, muy probablemente este artículo ni existiría. Así es la dura competencia en este oficio.

Su justificación de que no tiene nada que ocultar para difundir las fotos de aquel viaje a Bruselas encierra una media verdad como, muy probablemente, haya comprendido a estas alturas: lo malo no es comer marisco, ni mucho ni poco; lo peor es hacerlo con ansia. Y si es de clase, mucho peor.

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