La angustia de María Antonieta
El día de su llegada a la Conserjería, la viuda de Luis Capeto rehusó la ayuda de Rosalía Lamorliére, una aldeanita analfabeta:
Gracias le dijo , desde que no tengo a nadie sólo me sirvo por mí misma. Colgó de un clavo el relojito de oro, recuerdo de su madre, la emperatriz María Teresa, que llevaba siempre encima, se desnudó y se acostó. El gendarme de vigilancia entró en su celda con el fusil cargado, y así empezó el último acto de la gran tragedia que fue su vida.
La viuda de Luis Capeto es ahora una vieja: sus ojos, antes arrogantes, lucen sin vida, y la gracia legendaria de su semblante se ha trocado en resignado duelo. A los treinta y siete años, nueve meses y catorce días de edad y veintitrés años de vivir en Francia, el constante desasosiego de su talante ha desaparecido bajo una indiferencia total a todo. Parece una abadesa ajena a esta vida, sin belleza, porque la belleza, sin fuerza vital que la anime, deviene, todo lo más, mármol, sin ánimos ni otra voluntad que obedecer dócilmente. Peina sus canas y zurce su ropa vieja y manchada por las constantes hemorragias que la debilitan.
Toda su servidumbre es ahora una aldeanita, y su palacio la celda más segura del sombrío edificio de la Conserjería, ocupada hasta entonces por el general Custine, conquistador de Maguncia, que hubo de cedérsela a la que había sido su graciosa señora e irse a otra a esperar la guillotina entre silenciosas plegarias y sonoras imprecaciones. Y allí quedó encerrada con su perrillo, único ser vivo que podía acompañarla: ni armario, ni sillón, ni espejo; sólo una mesa, una silla y una cama plegagle de hierro con una manta ligera, un barreño para lavarse, una estufa y una vieja manta que mitigase, a modo de tapiz, la humedad que rezumaba la pared y deshacía la ropa blanca, cubriéndolo todo de moho, mientras el frío penetraba por los ladrillos del suelo y el Sena enviaba su niebla húmeda a través de los gruesos muros.
Sólo el aguador y el mozo de la leña entraban allí, rompiendo el eterno silencio y agitando algo el aire siempre inmóvil. Allí esperaban a la viuda de Luis Capeto setenta y ocho días de angustia.
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