El fondo de los milagros

Álvaro Cunqueiro es un autor tan completo en sí mismo que ni siquiera necesita proclamarse escritor. Diríamos que lo suyo está más cerca de ser una literatura, la anatomía de un lenguaje entero, que es la forma de hacer que las cosas que se cuentan sean más verdad y menos moda. 

Lo dijo ayer bien el poeta y académico Pere Gimferrer en la Biblioteca Nacional de Madrid: «Pocos escritores en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX han tenido una potencia expresiva y verbal tan extraordinaria». Estaba Gimferrer junto a César Antonio Molina y el presidente de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijóo, presentando un volumen sorpresivo y delirante de prosas de Cunqueiro: De santos y milagros, coordinado por Xosé Antonio López Silva y publicado por la Fundación Banco Santander. 

Es la recuperación y puesta en limpio de 138 artículos publicados en El faro de Vigo, La Vanguardia, La Voz de España, Aire Azul, Misión y Catolicismo. El repertorio de cabeceras es fastuoso, casi un relato en sí mismo. Además de siete relatos que Cunqueiro escribió con el seudónimo de Álvaro Labrada. 

En estos textos hay un pulso extraño que tiene que ver con la pasión de este hombre por el milagreo, por el santoral y su road movie benemérita, por la magia, por lo extraño, por todo aquello que ya un palmo fuera de Galicia es exactamente lo gallego. «Estos temas eran esenciales en el imaginario creador de Álvaro Cunqueiro», señala César Antonio Molina. «Todo aquello que tuviera que ver con lo inexplicable, con el misterio o con lo sorprendente le seducía mucho. Igual que le sucedía a Yeats con la tradición céltica de Irlanda». Es algo así como querer que el sueño de otro se ponga a dormir en ti, echado por dentro de los ojos. 

Hay en estos textos, muchos desaparecidos desde que fueran publicados a partir de los años 40, una erudición de florestas y símbolos, de invasiones y hermosas abadesas con jeta de aldeanas normandas, algo infinitamente hermoso en la forma de contarlo y otro tanto de rebeldía lógica en la forma de mirarlo. Cunqueiro era un raro con cierto arraigo claro en lo desconocido. 

De todo lo aquí recuperado, López Silva destaca la importancia de los artículos publicados en la revista catolicismo, que habían pasado desapercibidos para la crítica. «Y cuando los lees comprendes que son muy importantes para el conocimiento de la actividad literaria del escritor a partir de la retirada del carné de periodista en 1944.

Permiten comprender mejor la elaboración de su obra posterior en lengua castellana y gallega». En las que indistintamente escribió: Un hombre que se parecía a Orestes o Si o vello Simbad volvesa ás illas, entre otras novelas. Entre miles de artículos. Entre obras de teatro. Entre poemas. 

Y da igual que hable de San Leandro o del demonio. De los lobos o de los búhos. Lo que queda aquí es un escritor de perfiles raros. Un tipo distinto. «En él podemos leer más literatura que en muchos de los libros que se publicaron en su tiempo», ataja Gimferrer. «Dentro de las familias de escritores están los que escriben siempre el mismo libro, como sucede con Pla. Y están los que escriben siempre la misma página: y en esto, quizá sólo en esto, Cunqueiro se emparenta con Borges». 

En estos artículos consigue hacer razonable hasta un milagro. O conferir una dosis de gimnasia sobrenatural a las alquimias de un manciñeiro para atajar una torcedura de inmediato, que de salvar el alma siempre hay tiempo. El de Cunqueiro es un realismo al que le crecen los pies y se va andando por delante. Un realismo entusiasmado y distraído, como apuntó él mismo. Cunqueiro no está muerto, quizá mal enterrado. Y aquí a los que les entablillan mal la caja salen cualquier día, se aúpan sobre lo real, con algo de fantástico y algo de sentimental, y a fuerza de escribir llegan a palabras como estas: Ella tenía un alma sencilla llena de puntas de dedos/ y en el blanco de los ojos llevaba un horizonte de tangos/ de acordeón.

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