Un capitalismo salvaje

Es preferible la concreción de Quitt, como título, que la retórica del subtítulo Las personas no razonables están en vías de extinción: Quitt es el depredador, el tiburón caníbal. El discurso político y moral de Quitt es de plena actualidad; el capitalismo, en su última fase, según Karl Marx, acabará devorándose a sí mismo.

No parece que de la autodevoración vaya a salir un proceso revolucionario y emancipatorio. Pero los hechos son los hechos. Peter Handke expone ese proceso: un fin de época que no aventura su porvenir o relevo. Por otra parte los capitalistas feroces tienen su corazoncito y el gran jefe, todo oro y omnipotencia, se siente desolado e infeliz; es como si a la conquista del poder le empujase una fatalidad que le secuestra la voluntad; esto es materia de exégesis sicoanalítica, mas resulta inadmisible en una dialéctica histórica elemental. 

En vez de una fuerza económica, que mueve a su antojo el tinglado de la oferta y la demanda, Quitt es un elemento trágico, un muñeco suspendido de los hilos de un determinismo inexorable: es malo y lo sabe, pero la maldad le hace muy desgraciado. Y no es eso; Quitt es un cabrón que, mientras practica un cunnilingus de urgencia con la única persona que lo ama, Paula, le plantea sobre su empresa una opa lubricada por el mecanicismo sexual. Impecable Eduard Fernández en la desolación y en el poder, en el cinismo y en la duda, en la mala conciencia y el remordimiento; en la búsqueda de su doble identidad de actor y personaje. Él, con todos los demás salvan la función y salvan a Pasqual. 

Pese a los inconvenientes de índole ideológica estructural, el discurso de Peter Handke puede ser asumible y más en estos momentos en los que la lucha de clases es una lucha de brokers, y el sujeto histórico que la movía, la clase trabajadora, ni pincha ni corta. Resulta menos asumible la transcripción escénica de Lluis Pasqual, una aventura en exceso conceptual. La escenografía de Paco Azorín, tampoco ayuda; ilustrativa y objetual en el primer acto y, a veces, de un cinematografismo exasperante. Carece de sentido, responsabilidad de dirección, hurtar la presencia en escena de Quitt en la confrontación con sus amigos traicionados, a cambio de una grabación directa en pantalla. 

Pero estas cosas se diluyen cuando se cuenta con unos actores que encarnan, literalmente, el discurso ideológico de Handke y de Pasqual. Suenan bien incluso cuando alguna construcción gramatical chirria al oído o cuando se adjetiva un adverbio, lo cual disuena más: «detrás mío», por «detrás de mí». La exhibición actoral es un gozo y el brillo de Eduard Fernández hace brillar más las virtudes de Boixaderas, Benito, Bosch, Marta Marco y todo el grupo. Y, sobre todo, de ese gran actor llamado Boris Ruiz (Kilb), un bufón insolente y perdedor sin causa. Las razones del grotesco vestuario y pelucas del primer acto, a mí no se me alcanzan. Pese a lo cual los actores sobreviven con una potencia envidiable.

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