Un gigante muere

No la veremos más. Su desmesura presidía el hayedo desde el más recóndito de sus rincones: el espacio reservado del bosque mágico. Allí, su colosal figura tenía el mérito de destacar en un enclave donde todo es sobresaliente. Hasta que días atrás una fuerte ráfaga de viento la derrumbó. El haya más vieja del lugar, leyenda viva del patrimonio vegetal, ya solo es leyenda y astillas. 

Su familiar y querida figura de enorme enramada se fundía con el Monte del Chaparral. El tronco ciclópeo mostraba en la blanquecina piel el paso de los años, de las tormentas, de la caricia de los elementos y animales. Y asomadas a ras de suelo las poderosas raíces, nervudas manos de incontables dedos, con los que el coloso se asía a las rocas y las grietas abiertas en la áspera ladera. El gigante ha seguido el camino de otros fabulosos vegetales como su hermana mayor, la también desaparecida hace ya medio siglo Haya de la Buena Moza. 

Incluida por pleno derecho en el catálogo de los árboles monumentales, este haya era la abuela vegetal de nuestros montes y bosques. Excepcional en sus proporciones, no lo fue menos en su singular circunstancia de incluirse entre las hayas más meridionales de la península Ibérica. 

Árbol atlántico donde los haya, este espécimen sobrevivió en un mínimo oasis de frescor y humedad en mitad de una sierra que fue desnudada de sus ropajes vegetales más húmedos a fuerza de siglos de hachazo y tea. Dicen los que saben que antaño la Sierra de Guadarrama, el Sistema Central entero, estaba tapizado por bosques iguales a este hayedo relíctico. Desaparecieron por acción del hombre. Sólo se salvaron unos cuantos pies escondidos en los más recónditos pliegues de las sierras centrales, donde se aunaron la lejanía del hombre con la humedad de las galernas cantábricas. 

Igual que el rey del cercano Patones, quien ejerció su soberanía en esta localidad madrileña mucho tiempo, sin que se enterase ni el monarca de España ni los invasores franceses, gracias al remoto aislamiento de su pueblecito, nuestro haya reinó en el Monte del Chaparral cientos de años. 

Su posición anclada a una empinada cuesta, el suelo reblandecido por la humedad invernal, el terreno rocoso al que apenas lograban sujetarse y lo descompensado de sus proporciones, con una copa tan voluminosa como pesada, fueron circunstancias que tuvieron al árbol en vilo los últimos tiempos. Los fuertes vientos reinantes muchas jornadas de este fin de invierno han sido a la postre los responsables del fin del titán vegetal. Un ventarrón de 75 kilómetros por hora empujó la vela que era la desmesura de la enramada, haciendo vanos sus esfuerzos por agarrarse a la vida. 

Murió, por tanto, de muerte natural. En mitad de la pendiente permanece el enorme hueco donde se agarraba la planta y a su alrededor, las decenas de vástagos del gigante han quedado huérfanos de su madre. No importa, seguirán creciendo. 

En cualquier caso y con la tristeza que produce la pérdida de un ejemplar tan sobresaliente como este haya, conviene que las ramas no oculten el bosque. Y este bosque no es otro que el más famoso de los madrileños y uno de los tres más conocidos de la península Ibérica. A pesar de su escaso tamaño: no más de 200 hectáreas. 
No sólo es eso el Monte del Chaparral. Mucho más importante resulta lo que señala Antonio López Lillo, insigne botánico y gran conocedor de los árboles monumentales madrileños: «El Hayedo de Montejo es, casi con toda seguridad, el bosque mejor estudiado científicamente de España. Desde que la Comunidad estableció un convenio científico con la cátedra de Anatomía y Fisiología Vegetal de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Montes, hace ahora 20 años, se han realizado un gran número de estudios sobre la vida de este ejemplar y singular bosque. Y esto conviene saberse, pues creo que los madrileños no están suficientemente enterados de la importante investigación que se lleva en este lugar único y que es muy valorada por científicos europeos». 

Dentro de este seguimiento destaca la recogida de semillas que forman parte de un banco genético. De ellas saldrán las hijas y nietas de ésta y otras estirpes vegetales que acaso vuelvan a cubrir las laderas de nuestras sierra. Para que acaso también, nuestros hijos y nietos puedan colocarse a su sombra como un día hicimos nosotros.

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